La crisis griega es en parte una historia que ya hemos vivido antes en
América Latina. La exorbitante deuda que ha acumulado ese país fue el resultado
de una combinación de políticas fiscales insostenibles y de un flujo sin
control de créditos internacionales que no reparó en los riesgos. Como en el
caso de la crisis hipotecaria de Estados Unidos, la abundancia de dinero
combinada con un sector financiero muy desregulado y ávido de ganancias, generó
unos enormes incentivos para prestar a cualquiera, y llevó a la colocación de
créditos malos muy por encima de lo razonable. En otras palabras, el gobierno
griego no es el único culpable, igual que no lo fueron los gobiernos de América
Latina en los setenta. No sólo fue que alguien, en este caso un gobierno que no
estuvo sujeto a reglas ni a una suficiente vigilancia pública sobre sus
prácticas fiscales, tomó demasiado dinero prestado sino también que alguien,
buscando ganar mucho, prestó demasiado. Y al igual que antes, ahora el pleito
por quién paga por los platos rotos.
En los setenta, la abundancia de dinero que precedió la crisis vino del enorme excedente comercial de los países exportadores de petróleo, los cuales colocaron sus superávits en los bancos de Estados Unidos y Europa, y éstos a su vez “empujaron” los préstamos en los países, como los de América Latina, golpeados y necesitados de financiamiento por los altos precios del petróleo y el bajo precio de sus exportaciones de materias primas. En la década pasada, los recursos que fluyeron sin control hacia los países del Sur de Europa incluyendo Grecia, vinieron del excedente comercial de los países del Norte como Alemania, cuyos bancos, dejados a sus anchas a partir del dogma de que los mercados libres son siempre lo mejor, y sus sectores exportadores lograron hacer muy buenos negocios con sus socios del Sur. Otra vez, la fórmula para el desastre.
Hay, sin embargo, dos diferencias importantes entre la crisis de la deuda griega y la de América Latina. Primero, que en la América Latina de los ochenta la crisis fue generada en parte por un severo shock externo. Se combinó una intensa y sostenida reducción en los precios de sus materias primas de exportación y un fuerte incremento en las tasas de interés internacionales como resultado de las políticas monetarias de los países donde se originaba el crédito, especialmente Estados Unidos, que encareció la deuda. En otras palabras, la crisis no fue sólo de hechura doméstica, y llevó a la región a quedarse sin divisas para seguir creciendo y pagar la deuda simultáneamente. Como en Grecia, las políticas privilegiaron lo segundo y perdimos toda una década con fuerte crecimiento de la pobreza y el desempleo, y estancamiento de la inversión. Grecia ya lleva al menos seis años perdidos.
Segundo, distinto de Grecia, la región pudo lidiar con la situación en parte devaluando sus monedas. Aunque esto incrementó los pagos de deuda medido en moneda nacional, y aumentó la inflación, la devaluación contribuyó a incrementar las exportaciones y a recuperar las economías más rápidamente. Sin embargo, sin moneda propia, Grecia estaría obligada a hacer severos cortes de gastos o aumentar ingresos tributarios para pagar.
El estallido de la crisis financiera en 2008 hizo que la dinámica de endeudamiento de Grecia y otros países se detuviera abruptamente. Los créditos malos se hicieron visibles en todo el mundo y el financiamiento se detuvo. Los organismos financieros internacionales eran los únicos que podían ayudar a solventar la situación, pero a cambio le exigieron a Grecia y otros países europeos en situación similar que fuesen ellos, los deudores, los que cargaran con la mayor parte del costo mientras salvaban a los acreedores. Les obligaron a realizar severos ajustes fiscales que permitieran generar un superávit suficientemente elevado como para pagar la deuda. El resultado ha sido no sólo una intolerable contracción del gasto público que ha afectado el empleo estatal, los salarios y las pensiones, sino un descalabro económico generalizado, con una caída acumulada del PIB de más de 25% y un desempleo es similar porcentaje.
La votación del pasado domingo ha enviado un mensaje claro: la gente común en Grecia no está más dispuesta a seguir cargando sola con el costo del ajuste. Ahora le toca a los bancos y a los financiadores internacionales que fueron protagonistas y beneficiarios del estado de cosas que desembocó en la crisis. Pero no sólo para Grecia, sino para todos los países de la eurozona víctimas de soluciones claramente sesgadas e injustas.
En los setenta, la abundancia de dinero que precedió la crisis vino del enorme excedente comercial de los países exportadores de petróleo, los cuales colocaron sus superávits en los bancos de Estados Unidos y Europa, y éstos a su vez “empujaron” los préstamos en los países, como los de América Latina, golpeados y necesitados de financiamiento por los altos precios del petróleo y el bajo precio de sus exportaciones de materias primas. En la década pasada, los recursos que fluyeron sin control hacia los países del Sur de Europa incluyendo Grecia, vinieron del excedente comercial de los países del Norte como Alemania, cuyos bancos, dejados a sus anchas a partir del dogma de que los mercados libres son siempre lo mejor, y sus sectores exportadores lograron hacer muy buenos negocios con sus socios del Sur. Otra vez, la fórmula para el desastre.
Hay, sin embargo, dos diferencias importantes entre la crisis de la deuda griega y la de América Latina. Primero, que en la América Latina de los ochenta la crisis fue generada en parte por un severo shock externo. Se combinó una intensa y sostenida reducción en los precios de sus materias primas de exportación y un fuerte incremento en las tasas de interés internacionales como resultado de las políticas monetarias de los países donde se originaba el crédito, especialmente Estados Unidos, que encareció la deuda. En otras palabras, la crisis no fue sólo de hechura doméstica, y llevó a la región a quedarse sin divisas para seguir creciendo y pagar la deuda simultáneamente. Como en Grecia, las políticas privilegiaron lo segundo y perdimos toda una década con fuerte crecimiento de la pobreza y el desempleo, y estancamiento de la inversión. Grecia ya lleva al menos seis años perdidos.
Segundo, distinto de Grecia, la región pudo lidiar con la situación en parte devaluando sus monedas. Aunque esto incrementó los pagos de deuda medido en moneda nacional, y aumentó la inflación, la devaluación contribuyó a incrementar las exportaciones y a recuperar las economías más rápidamente. Sin embargo, sin moneda propia, Grecia estaría obligada a hacer severos cortes de gastos o aumentar ingresos tributarios para pagar.
El estallido de la crisis financiera en 2008 hizo que la dinámica de endeudamiento de Grecia y otros países se detuviera abruptamente. Los créditos malos se hicieron visibles en todo el mundo y el financiamiento se detuvo. Los organismos financieros internacionales eran los únicos que podían ayudar a solventar la situación, pero a cambio le exigieron a Grecia y otros países europeos en situación similar que fuesen ellos, los deudores, los que cargaran con la mayor parte del costo mientras salvaban a los acreedores. Les obligaron a realizar severos ajustes fiscales que permitieran generar un superávit suficientemente elevado como para pagar la deuda. El resultado ha sido no sólo una intolerable contracción del gasto público que ha afectado el empleo estatal, los salarios y las pensiones, sino un descalabro económico generalizado, con una caída acumulada del PIB de más de 25% y un desempleo es similar porcentaje.
La votación del pasado domingo ha enviado un mensaje claro: la gente común en Grecia no está más dispuesta a seguir cargando sola con el costo del ajuste. Ahora le toca a los bancos y a los financiadores internacionales que fueron protagonistas y beneficiarios del estado de cosas que desembocó en la crisis. Pero no sólo para Grecia, sino para todos los países de la eurozona víctimas de soluciones claramente sesgadas e injustas.
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