Nelson Espinal Báez.
Desde hace algunos años nuestro país vive un
ostensible e innegable crecimiento de la corrupción, y con ello, una
profundización de sus efectos más negativos. Antes, las
fortunas políticas eran una suposición compartida, negadas con cierto pudor.
Ahora son una realidad publicitada. Los corruptos se ufanan de lo que tienen,
porque les genera poder en medio de un estado rentista y clientelar. Demuestran
así que son "clase gobernante", con su propia estructura de
"clase dominante" (J. Bosch) para su autosuficiencia político
electoral.
En términos morales personales, este es el colmo
del descaro, pero en términos colectivos es la expresión de un profundo
deterioro político-institucional; evidencia de una democracia disfuncional: la
corrupción es el síntoma. Por eso además de enfrentar los corruptos debemos
atacar la corrupción, pero sobre todo debemos atacar las raíces que la
producen.
El error en que hemos caído es convertir la
corrupción en el diagnóstico nacional para entender todo aquello que está mal.
Como buen síntoma, la corrupción genera distracción, es una cortina de humo que
opaca problemas aún más profundos.
La obsesión con la corrupción, afirma Moisés Naim
-editor de ForeignPolicy- puede ser una mala medicina para un país enfermo.
Porque la "condena a los culpables" se convierte en una aspirina a un
paciente terminal y la "critica a los corruptos" se convierte en
discurso político y catarsis social, que tiene como consecuencia el escándalo
que se traduce en agenda nacional superficial - y probablemente dirigida - que
mata la reflexión profunda y la visión de Estado.
Es innegable que la corrupción ofende y lastima. Es
evidente que la corrupción tiene costos, el pueblo los sufre y el país los
paga. Es obvio que la corrupción debe ser combatida y castigada. Pero es un
síntoma de males más complejos y difíciles de curar: instituciones débiles,
rendición de cuentas inexistentes, impunidad absoluta, sistema político clientelista,
ausencia de una oposición política articulada que sirva de contrapeso.
Democracia disfuncional. Como afirma Naif, la obsesión en la corrupción puede
distraer la atención de donde tendría que estar centrada: en todo aquello que
una nación tiene que hacer para modernizarse, hacerse eficiente, transparente y
justa. Producir un estado de cosa que genere fortunas basadas en la creación de
valor, en el aporte y distribución de bienes y servicios y no en el saqueo y
uso de los recursos del estado.
Entre las causas subyacentes del fenómeno de la
corrupción vemos una economía cada vez menos competitiva; un mercado laboral
dependiente en mayor grado de la informalidad; un sistema judicial empobrecido
y carente de credibilidad; un sector energético de ineficiencia creciente; una
deuda pública que tiende a lo insostenible; una inseguridad ciudadana
alarmante; ausencia de una ley de partidos que genere equidad, transparencia y
promueva liderazgos; un abismo entre las clases sociales y un gobierno que no
luce comprometido en instrumentar las reformas estructurales que requiere la
nación para abandonar el sub-desarrollo.
Mientras la corrupción siga siendo obsesión, los
argumentos y propuestas serán simplistas, superficiales, más cortina de humo
sugiriendo que el "cambio verdadero" se dará cuando se encierre a los
corruptos. Que todo cambiará cuando los puros reemplacen a los impuros. Algo
así como para incrementar la competitividad será suficiente la honestidad, para
aliviar la pobreza bastara con combatir a quienes se apropian indebidamente de
la riqueza (ForeingPolicy).
Entienda el lector, el combate a la corrupción es
urgente, justo, inteligente y necesario. Pero insuficiente. Porque no sugiere
soluciones y con frecuencia las pospone, porque la obsesión genera expectativas
que difícilmente podrían ser cumplidas. Alimenta la ilusión de que bastará el
líder honesto y providencial para asegurar el progreso: Un Berlusconi en
Italia, un Putin en Rusia.
De seguir obsesionados en los síntomas seguiremos
teniendo una democracia con alternancia pero sin contrapesos. Una ciudadanía
desamparada, desprotegida y sin opciones. Un sector productivo perdiendo
competitividad y poder en las decisiones nacionales. Una población humilde cada
vez más empobrecida y desesperada, dándole circo porque no le podemos dar
orden, salud, vivienda y educación. Si creemos que quitando la fiebre le
quitamos la enfermedad al paciente, este nunca sanará. Si convertimos la
corrupción en el culpable de todo, será imposible cambiar algo.
Nelson Espinal Báez. Associate
MIT-Harvard Public Disputes Program, Universidad de Harvard.
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